miércoles, 16 de junio de 2010

Porque nunca seré una budista oficial


Cada quince días se celebra en el templo la ceremonia de la luna llena o luna nueva. La asistencia es voluntaria pero siempre aplaudida. La verdad es que las ceremonias budistas me hechizan con su belleza. Son muy hermosas, mística combinación de exóticos instrumentos y angelicales voces de las monjas unidas al ritmo de las oraciones recitadas me ponen los pelos de punta. 

Pero llevo tiempo sin asistir después de que una monja asesino mi admiración por el budismo con una frase. Me dijo si podría colocarme en la segunda fila porque la primera estaba reservada solo para los hombres. 

Vaya sopapo cultural. Yo, nacida en las estepas libres de la jerarquización por sexos, me ví relegada a la segunda posición en un tempo buddhista, un templo del culto a la razón. Indignada, pregunté más tarde como era posible que una filosofía, basada en el rechazo a las formas en beneficio del contenido, diese tanta importancia a las mismas. La respuesta me indigno más todavía. Me dijo que existían dos verdades, una del budismo y otra del mundo. Y por supuesto, la última prevalecerá siempre porque es la que paga las facturas de los inciensos, estuve pensando para mí misma. 

La verdad del budismo es individualista y agnóstica. Cada uno debería tener una práctica personalizada de la misma, mientras se instale la razón como el único todopoderoso. La verdad del mundo es gregaria, subjetiva, emocional e ignorante. Y mientras la verdad del mundo domine el pensamiento de la humanidad yo me mantendré al margen. 


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