En mis años universitarios uno de mis Maestros, uno con mayúscula, me pidió que le escribiese una crítica de su asignatura. Dejé de respirar durante un largo rato ante tamaña responsabilidad hasta que logré exprimir la afirmación en casi un susurro.
La tarea no era fácil teniendo en cuenta que no me importaba en absoluto el objeto del estudio, algo de gestión cultural y organización de eventos culturales. Yo venía a recoger otro tipo de conocimiento que tan generosamente dejaba caer su dueño entre el temario oficial, autores de libros, ciudades, películas, opiniones, ideas, teorías, cuadros, experiencias vitales. No nos dejaba tomar apuntes, y, aun ante el riesgo de parecer ignorante, yo hacia notas rápidas en cualquier borde que estaba a mano.
Entonces no sabía que se trataba de la sabiduría pero ya intuía la superioridad de su valor frente al aséptico conocimiento. Me arriesgue, le escribí la verdad, di por hecho que un halago a la sabiduría recompensará con creces la falta del interés por la asignatura. Nunca recibí la respuesta.
Ahora, años después, me encuentro con que estaba en lo cierto. Un profesor debe ser consciente del poder que le dan decenas, cientos, miles de ojos expectantes y oídos hambrientos, debe fertilizar el conocimiento con su propia sabiduría, debe contagiar la alegría, el amor por lo que está haciendo. Las sonrisas de mis alumnos me lo confirman.
Inesperadamente pero consecuentemente ha llegado el tiempo a dar la vuelta al reloj de arena.
No hay comentarios:
Publicar un comentario